domingo, 24 de marzo de 2013

ALEGATO CONTRA LA GUERRA.

Jordi Sierra i Fabra es un prolífico escritor. Entre sus obras, a mí, especialmente, me gustan las novelas, cuatro hasta ahora, que tienen por protagonista a Miquel Mascarell, Inspector de policía de Barcelona, hasta la entrada del ejército de Franco en la ciudad, en 1939.
En una de esas novelas, "Cuatro días de enero", hay una escena particularmente dura, emocionante, triste y terrible; que puede ser un grito desgarrado en contra de la guerra, de las guerras. En esa escena, Miquel Mascarell se encuentra con un compañero de su hijo, muerto en la batalla del Ebro. Mejor que contarlo, me permito copiar aquí unas líneas de la novela que narran ese encuentro. ¡Para llorar!
...
"El hombre, joven, veintipocos, uniformado, casi tropezó con él. Llevaba barba de dos o tres días, la huella del sueño pegada a los ojos y el barro de otras tierras aún más pegado a la ropa y a las botas militares. No era muy alto, así que la delgadez le confería un aspecto espectral. La delgadez y el uniforme. Las cejas, pobladas, cabalgaban sobre el arco facial igual que un seto separando dos horizontes. Por un lado la frente, amplia, y por el otro el resto, apretado, ojos, nariz y boca, sin apenas barbilla. El uniforme parecía venirle grande, una o dos tallas. Quizás el suyo se hubiera deteriorado demasiado, desgarrado o ensangrentado, y llevase el de un compañero muerto.
Porque venía del frente, o de lo que pudiera llamarse frente en aquellas circunstancias.
Su mirada lo taladró.
—Buenos días —saludó intentando pasar por su lado.
El aparecido le retuvo sujetándolo del brazo con una mano.
—Perdone...
—¿Sí?
—¿El señor Mascarell? ¿Miquel Mascarell?
Ya no continuó su avance. Se quedó quieto, delante de él, los dos a un lado de la puerta de la calle. La mirada del soldado cambió de raíz. Era como si lo reconociera aun antes de que él le respondiera.
—Sí, soy Miquel Mascarell.
—Claro, está usted igual.
—¿Igual que qué?
—Igual que en la foto, la que llevaba Roger de usted y de su esposa.
El nombre de su hijo lo atravesó de lado a lado, pero dejó un campo de minas en su cuerpo.
Su palidez activó la alarma del joven.
—Perdone, señor... —No supo de qué forma seguir.
—¿Estuvo... con mi hijo en el frente?
—Sí.
—¿Hasta...?
No hizo falta terminar de formular la pregunta.
—Sí.
Lo único que sabían era que estaba muerto. Nada más. Incluso desconocían el lugar en que estaban sus restos, si había sido enterrado. El caos de la batalla del Ebro había sido absoluto y por mucho que preguntaron no hubo forma de saber nada más concreto. La notificación les llegó de forma casi velada, a traición. Un anochecer que se convirtió en el peor de su vida. Por lo menos fue en persona. Alguien asoció los apellidos. No mandaron a un pobre desgraciado, sino a un oficial. El mensaje era espantosamente lacónico. Jerga de consuelo envuelta en un panegírico de frases huecas, «muerto en acto de servicio...», «defensa de la legalidad y los valores...», «junto a otros valerosos combatientes por la libertad...». Frases y palabras como «heroico», «orgullo», «honor»...
La muerte de un hijo no requiere de ninguna componenda.
Es el golpe definitivo en sí mismo.
Tuvo que apoyarse en la pared, mareado. El mismo hambre se agigantó tanto que le vació por dentro, de pies a cabeza, aunque lejos de sentirse liviano se sintió pesado, hecho de plomo.
—Perdone, no tenía que haberme presentado así. Lo siento. —Su rostro se trastocó en una mueca de dolor.
—Al contrario, perdóneme a mí.
—Yo...
Miquel Mascarell le puso una mano en el hombro. Estuvo a punto de abrazarlo. Era un poco mayor que Roger, pero eso se le antojó lo de menos. No lo hizo por alguna extraña dignidad y respeto, quizás para mantener el equilibrio entre el vértigo de sus sensaciones.
—¿Cómo se llama?
—Tomàs Abellán.
—Recuerdo un Tomàs en una de sus cartas.
—Ése era yo. —Sonrió con ternura—. Luchamos juntos desde el 37. Codo con codo.
—¿Estaba con él cuando murió?
—Sí, sí, señor. Yo le enterré.
—¿Usted?
—No quise dejarlo allí tirado. Me la jugué, pero era lo menos que podía hacer con él. Estábamos ya en retirada y otros compañeros optaron por irse. Yo aproveché el agujero de un obús para meterlo dentro y cubrirlo. Puedo decirle dónde está, por si algún día...
Algún día.
Miquel Mascarell cerró los ojos.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, es que llevo sin comer...
—Yo tengo algo, señor. Sería un placer compartirlo con usted.
—No, no...
—Por favor.
Seguían en la puerta del edificio, a expensas de la salida o entrada de alguna vecina.
—¿Podemos subir a su piso? —le preguntó Tomàs Abellán.
—No. —Fue demasiado rápido y tuvo que aclarárselo—: Mi mujer está muy enferma. No quiero que escuche esto ahora.
—Entonces...
—Venga.
Le tomó del brazo y caminaron unos metros, hacia la izquierda, hasta detenerse en el chaflán de Enric Granados, fuera de la vista de su casa. El bordillo no era el mejor de los lugares, pero fue el primero en sentarse en él. Su compañero lo imitó. Sin decir nada sacó un pequeño pedazo de pan y otro aún más pequeño de queso de bola de su macuto.
—¿Y eso? —Frunció el ceño el policía.
—Un lujo, ¿verdad?
—Le aseguro que sí.
Tomàs Abellán partió el pan y el queso por la mitad. Le dio un pedazo de cada cosa y guardó el resto. Apenas dos bocados. Imposible guardarle un poco a Quimeta. Miquel Mascarell ya no pudo resistirse.
Se sintió culpable por ella, pero si le subía aquello tendría que mentir.
—Hábleme de Roger —le pidió mientras masticaba.
—Era un buen chico. —La sonrisa del soldado fue franca—. Limpio de corazón, justo, honrado... Y también valiente. —Hizo un gesto difuso—. Bueno, valientes lo éramos todos, porque con lo que se nos venía encima y lo que aguantamos, sobre todo ya en esta parte final...
—¿Cómo murió?
La pregunta se le antojó horrorosa. Estaba preguntando por la muerte de Roger mientras devoraba un pedazo de pan con queso, sentado en un bordillo, con Quimeta en el piso consumida por el cáncer.
Más que nunca odió la guerra, y la forma en que convierte a los seres humanos en animales.
—Me gustaría decirle que atacando a los facciosos, matando enemigos y todo eso, pero... Usted ya sabe que era un tipo estupendo, ¿verdad? No hace falta que le mienta.
—No, no es necesario.
—Fue una bala perdida —lo confesó mientras hundía los ojos en el suelo, entre sus pies—. Ni siquiera sé de dónde vino. Pudo incluso ser de nuestro lado. Estábamos parapetados, reorganizándonos, o al menos eso era lo que se decía en mitad de aquella huida. Lo único que sé es que se desplomó entre nosotros.
—¿Sufrió?
—No, no, señor. La bala le atravesó el corazón.
Se le quedó una bola de pan en la garganta.
Creyó que se ahogaba.
—Entonces los demás se retiraron y yo hice lo que le he dicho. Por dignidad. No creo que ellos, los facciosos, se hubiesen molestado en enterrarle. Roger habría hecho lo mismo conmigo, me consta. Las pasamos canutas, de todos los colores. Hicimos tantos planes para cuando acabara la guerra...
—¿Y el lugar en el que está enterrado...? —Se quedó a media pregunta.
—Sabía que pasaríamos por Barcelona, así que memoricé el sitio y más tarde hice un plano.
Lo sacó del bolsillo de su uniforme. Un plano tosco, con apenas unas referencias, el río, unos árboles, una montaña, unas rocas... Tal vez suficiente.
Suficiente si seguía vivo y un día era capaz de tanto en medio de la negra España que se avecinaba.
Un imposible.
—Gracias, Tomàs. —Consiguió tragar la bola de pan.
—Le he traído algo más, señor Mascarell.
—¿Qué es?
—Acabe de comer. —Le señaló el último pedazo de queso que sostenía en la mano—. Dispongo de unos minutos todavía.
—¿A dónde va?
—No voy a volver a la guerra, ¿sabe usted? Está perdida. Ya ni siquiera hay frente, ni resistencia. Estarán en Barcelona mañana. Pasado como mucho. Esto se ha acabado.
—¿Y qué hará?
—Iré a la frontera.
—Un largo camino.
—Debe de haber miles ya en ruta. Uno más no importa. No quiero morir aquí, ni vivir bajo su bota. Espero que lo entienda.
—Lo entiendo.
—No soy un cobarde, señor.
Se encontró con sus ojos endurecidos por la guerra, pero transparentes como los de un niño.
—Lo sé.
—¿Usted va a quedarse?
—Sí, por mi mujer.
—Lo malo es el uniforme. —Suspiró llenando sus pulmones de aire—. ¿Sería pedirle mucho si me diera algo de ropa de paisano?
Tenía toda la de Roger.
Por lo menos serviría de algo.
De pronto recordó la escena del día anterior, el soldado que saltó del camión al pasar por delante de su casa.
—Iré a buscársela ahora mismo.
—Gracias. ¿Qué le dirá a su esposa?
—Que un chico joven me la ha pedido.
Tomàs Abellán tenía los ojos húmedos. Y no era por el tema de la ropa. Era por estar allí, por lo que sentía, por la zozobra del momento.
—Mis padres ni siquiera sabrán si estoy vivo. —Suspiró.
—Deme su nombre y dirección. Si no me matan haré lo que esté en mi mano para comunicarme con ellos, como usted ha hecho conmigo. ¿De dónde es?
—De Amposta.
Miquel Mascarell fue a ponerse en pie. La mano del soldado se lo impidió.
Entonces se lo dijo.
—Roger dejó una carta medio escrita, señor. No pudo terminarla la noche anterior a su muerte. Es lo que he venido a traerle."
...

martes, 19 de marzo de 2013

San José. Marzo, 18. 2013.

Hoy, 18 de marzo de 2013. he bajado a Benicarló.
He fotografiado algunas de las fallas plantadas. 
Siempre es divertido e interesante contemplarlas..
Aquí dejo algunas fotos.